El aire de mi Homelab vibraba con una energía latente, marcado por el susurro incesante de los ventiladores que libraban una batalla contra el calor de las máquinas. Para mí, ese murmullo era más que ruido, ese era el sonido de la promesa, la sinfonía de la automatización e inteligencia artificial que estaba construyendo. No se trataba solo de desplegar herramientas, sino de orquestar un ecosistema completo, una danza compleja de datos y procesos.